En un festival recientemente estaba viendo a Ting Tings en directo (mucha marcha, buen espectáculo escénico) e hice el comentario con el morro torcido que si los gurús de la noche quieren hacer bailar a la peña a las seis de la mañana, que es cuando peor música se puede escuchar, podían pinchar los temas más eléctricos de gente como Tin Tings. A un amigo le salió su altura de miras espiritualmente solidaria y me respondió que había cosas peores… como el hambre en el mundo… Hay a veces a quien se le olvida que la música, entre decenas de cosas, es, básicamente, una fiesta. Y no hay que minusvalorarlo y creer que eso es superficialidad barata. Porque yo, mirando a la gente que pasa, sólo veo caras de preocupación. Tristes, amargados, calculando tiempos, deseando estar haciendo otra cosa diferente a la que hacen.
De hecho, lo que más me gusta de la noche (hasta que llega la hora bruja) es que, especialmente en verano, es de los momentos en que llega un momento en que ves caras realmente relajadas y sonrientes. Cuando hay grupos que cantan a la fiesta, que montan conciertos que son fiestas, que consiguen llenar de energía a organismos apaleados por la crisis, y por decepciones varias y soledades disimuladas… no se me ocurre pensar que deberían tocar el repertorio de Raimon o Paco Ibáñez.
Porque sería inaguantable que nos sintiéramos felices por jugar cuando hay gente que lo pasa mal. Sería además frustrante. El rock es vitalismo, sentirse vivo, es hedonismo y es rebeldía. Es arte y es consumo. Liviano y profundo. Ácido y dulce. Puede ser muchas cosas, pero desde que los Ramones se lo recordaron al mundo, lo que no debe ser nunca es aburrido. The Subways pueden ser mejores o peores, pueden pecar de falta de originalidad, de hacer canciones no virtuosas, que enganchan demasiado rápido y que parecen buscadamente comerciales. Desde éxitos como “Rock and Roll Queen” o “Oh, yeah!”, son uno de los grupos de música alternativa que menos alternativos parecen, y en su país hasta cometen el pecado de gustar a gente joven y de vender algo. Sin embargo, son respetados por la crítica gafapastera, que conste. Mezclan el rock de toda la vida con estribillo fácil, recordando que comenzaron versionando a Nirvana y que escogieron antes de llamarse “The Subways” el nombre de una canción de Green Day (“Platypus”) para el nombre del grupo.
De hecho, lo que más me gusta de la noche (hasta que llega la hora bruja) es que, especialmente en verano, es de los momentos en que llega un momento en que ves caras realmente relajadas y sonrientes. Cuando hay grupos que cantan a la fiesta, que montan conciertos que son fiestas, que consiguen llenar de energía a organismos apaleados por la crisis, y por decepciones varias y soledades disimuladas… no se me ocurre pensar que deberían tocar el repertorio de Raimon o Paco Ibáñez.
Porque sería inaguantable que nos sintiéramos felices por jugar cuando hay gente que lo pasa mal. Sería además frustrante. El rock es vitalismo, sentirse vivo, es hedonismo y es rebeldía. Es arte y es consumo. Liviano y profundo. Ácido y dulce. Puede ser muchas cosas, pero desde que los Ramones se lo recordaron al mundo, lo que no debe ser nunca es aburrido. The Subways pueden ser mejores o peores, pueden pecar de falta de originalidad, de hacer canciones no virtuosas, que enganchan demasiado rápido y que parecen buscadamente comerciales. Desde éxitos como “Rock and Roll Queen” o “Oh, yeah!”, son uno de los grupos de música alternativa que menos alternativos parecen, y en su país hasta cometen el pecado de gustar a gente joven y de vender algo. Sin embargo, son respetados por la crítica gafapastera, que conste. Mezclan el rock de toda la vida con estribillo fácil, recordando que comenzaron versionando a Nirvana y que escogieron antes de llamarse “The Subways” el nombre de una canción de Green Day (“Platypus”) para el nombre del grupo.
“It´s a party” es el adelanto de su tercer disco, que sacarán en septiembre (“Money and Celebrity”) y lo regalan para descargarlo gratuitamente en su web (por un tiempo). Mantiene el sonido característico del grupo y mantiene la adrenalina alta ante el peligro de que el mundo que no pasa hambre muera de aburrimiento o de pena. Fue escrito en un momento en el que el vocalista Billy Lunn (Londres, 1983) sintió una necesidad imperiosa de volver a subirse a un escenario, tras dos años parados. No sólo de pan vive el hombre. ¡Qué viva la fiesta!
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